El Sol y su Sistema solar.
No es extraño que casi todas las civilizaciones de la Antigüedad identificasen al Sol con algún tipo de deidad. Su predominio en el cielo es absoluto. Es la mayor fuente de energía y gobierna las condiciones en que se encuentran todos los planetas y, por tanto, la vida en la Tierra está ligada a nuestra estrella.
Las estimaciones actuales indican que el Sol y su sistema se formaron hace unos 4.600 millones de años. Durante una cantidad de tiempo difícil de concebir, una inmensa nube de gas y polvo comenzó a condensarse y calentarse. La mayor parte se concentró en el centro, creando esta gigantesca bola de hidrógeno y helio a altísimas temperaturas. El resto de la materia se agrupó en “grumos” que dieron lugar a una multitud de protoplanetas con frecuentes colisiones entre sí, uniéndose de manera progresiva y formando los planetas, sus satélites y el resto de los elementos que hoy conocemos.
El Sol es, efectivamente, una estrella. Una relativamente pequeña (se encuentra en la categoría de las enanas amarillas), algo que ya nos puede hacer pensar en las inconmensurables distancias a las que se encuentran el resto de ellas, a las que percibimos como diminutos puntos en el cielo nocturno. Por sí misma supone casi el 99% de la masa del sistema solar. Como cualquier otra estrella, es un objeto extremadamente energético. En su núcleo se fusionan unos 600 millones de toneladas de hidrógeno cada segundo mediante reacciones termonucleares que generan helio y una cantidad de energía inimaginable. Teniendo en cuenta que su masa es, aproximadamente, de dos mil millones de trillones de toneladas, podrá seguir fundiendo hidrógeno durante miles de millones de años. Transcurrido este tiempo, el Sol sufrirá una serie de transformaciones que la convertirán en una estrella gigante roja y después en una nebulosa planetaria. Finalmente, acabará sus días como una estrella enana blanca, que no es otra cosa que su núcleo “desnudo” ya sin reacciones termonucleares, una especie de “brasa” cósmica que irá cediendo calor a su entorno y apagándose irremediablemente.
Estructura del Sol.
El núcleo, la parte más interna, es el lugar donde se produce la fusión termonuclear. Allí las temperaturas alcanzan los 15 millones de grados, los requeridos para mantener este tipo de reacciones. La radiación que en él se genera emerge y circula por la llamada “zona radiativa” donde la temperatura desciende a 7 millones de grados en su capa más interna y a 2 millones de grados en su zona más externa, que limita con la “zona convectiva”. Esta zona fronteriza entre las dos regiones es conocida como “Tacoclina” y tiene un papel protagonista en la génesis del campo magnético solar. La zona convectiva se extiende hasta la superficie solar o “fotosfera”, donde la temperatura desciende hasta “unos pocos” miles de grados. Como en el resto de las estrellas, la dinámica solar produce un balance entre distintas fuerzas: la presión hacia fuera generada por las reacciones termonucleares del núcleo y el “peso” de la propia estrella. El Sol se mantiene estable gracias al equilibrio, conocido como hidrostático, entre las dos fuerzas.
La fotosfera es la zona visible del Sol, la que podemos observar cuando lo miramos con la protección adecuada y que podemos entender como su superficie. Pero el Sol tiene también una atmósfera. Por encima de la fotosfera se encuentra la “cromosfera”, con una densidad muy inferior y que solamente puede percibirse durante los eclipses o con filtros adecuados. La parte más extensa de esta atmósfera y menos densa se denomina “corona solar”. Aquí, de nuevo y de forma misteriosa, las temperaturas superan el millón de grados y de ella emerge el viento solar que extiende el “dominio” del Sol hasta los confines del sistema solar o, para ser más precisos, de la Heliosfera.